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El atardecer dejó paso a la oscuridad, la única luz existente
procedía de las estrellas. El silencio de la noche se interrumpió por el galope
de dos jinetes que se dirigieron al bosque, uno de ellos llevaba en su brazo
una criatura destinada a ser abandonada por ser fruto del amor entre un caballero y
una princesa. Los llantos fueron insuficientes para ablandar el corazón de ese
par de infelices que se limitaban a seguir órdenes, pues regresaron con las
manos vacías al castillo.
Esa dulce niña de ojos azules dejó de existir para el mundo
excepto para una joven bruja que, casualmente, lo presenció todo. La mujer,
condenada por no caer bien a nadie, se apiadó del bebé que luchaba por
sobrevivir y se lo llevó a la pequeña cabaña dónde vivía. El único delito que
cometió la joven, era interesarse por la medicina en una época en la que sólo
Dios podía decidir el destino de los hombres. Pero Sirca, que así se llamaba,
demostró su gran corazón al criar a la niña como si fuera su hija. Nunca le
puso nombre, prefirió que la pequeña eligiera cual ponerse, si lo deseaba, en
la edad adulta.
El tiempo se dedicó a convertirla en una adolescente bella y
culta con dones hacia la medicina, gracias a los conocimientos que adquirió de
su mentora. En las puertas del siglo XIV el hedor a muerte que dejaba a su paso
la peste, precisaba de empíricos, médicos practicantes y profesionales, además
de la fe. La chica sin nombre quería llegar lejos y la única forma, era
abriéndose camino en los lugares donde más la podían necesitar los pueblerinos.
Sirca comprendía la ambición de la muchacha. Ella era un regalo que nunca le
perteneció, y muy a su pesar, tuvo que aceptar su marcha. Todo ser busca un
propósito, y la joven lo había encontrado. Así que, un día invernal, el pájaro
abandonó su nido y desplegó sus alas ávido de experiencias.
El mundo era un lugar misterioso dónde el bien y el mal era confuso,
su talento eran la linterna que poseía para vislumbrar el camino entre tantas
tinieblas. La chiquilla de cabello dorado, dejaba huella allá donde iba y,
empezó a ganarse una gran reputación por su buena praxis. Pero su fama crecía
al igual que el peligro a acabar en la hoguera, las curanderas no estaban bien vistas.
La caza de brujas se extendía como la peste negra, y demasiadas mujeres acababan
quemadas o torturadas salvajemente, ni siquiera los gatos se libraban.
Por fortuna o maldición, su habilidad llegó a oídos del rey y
su presencia fue solicitada en la corte, un nido de lenguas viperinas. Al ser
la médica real, gozaba de una singular protección que muchos envidiaban, y por
un tiempo, pudo respirar tranquila hasta que empezaron a verla como una posible
amenaza. Pues cada vez, era más obvio que el monarca se estaba enamorando de
ella. Surgieron rumores sobre un rey hechizado por una bruja disfrazada de
curandera, que se expandieron por doquier. Los reyes de otros reinos empezaron
a creer que al estar hechizado, no estaba en plenas facultades como para
defender adecuadamente sus tierras, así que se aliaron contra él.
Ante tal panorama, la chica sin nombre aprovechó, que todo el
mundo estaba distraído, para huir de la guerra inminente. Cubrió su rostro con
la capucha y navegó entre las sombras hasta hallar la luz que indicaba el final
de los pasadizos escondidos del castillo. No tardó el pueblo en bañarse de
sangre, los gritos y lamentos se escuchaban en la lejanía, eran el eco de las
montañas donde se ocultó la muchacha. No había supervivientes ante el atroz
espectáculo. Los enemigos iban armados con espadas que parecían no desgastarse
nunca. Se agotaron las provisiones pero no la fuerza de un rey desolado por la pérdida
de algo más valioso que su reino. Aún así defendió a su pueblo como un león a
sus crías, era un gran guerrero cuya valentía sería recordada para siempre. En
cambio, la chica sin nombre fue olvidada con los años, dejó de existir hasta
que alguien la volviese a encontrar.
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